lunes, 4 de enero de 2010

Hay guerras que se ganan, guerras que se pierden y otras que nunca se han de luchar

Una de las cosas más difíciles que hay en esta vida es aprender que guerras son las que uno debe luchar, aun sabiendo que va a perder, y que guerras no se han de empezar. Eso solo se aprende después de haber perdido muchas, de haber iniciado unas cuantas que nunca se debieron iniciarse y después de ganar unas pocas, casi siempre son pocas las que se ganan, las que de verdad merece la pena ganar.

En todas las guerras te hieren, todas se cobran algo, por todas se paga un precio, cada cual debe de saber si ese precio es el justo, si esa colina merecía la vida de esos hombres, si parar una guerra merecía la muerte de tantos inocentes. Hay veces que tienes que plantar batalla, porque es mucho peor el saber que la intriga del que hubiera pasado si no me hubiera dado la vuelta, si no me hubiera marchado, es más cara que la sangre que te va a costar.

Hay guerras inútiles por estériles, movidas por puro egoísmo, por miedo, o por orgullo, aunque la verdad la mayoría de las veces me parecen lo mismo. Esas son las peores, las que más daño colateral provocan, para al final solo conseguir llenar la barriga de orgullo de un acomplejado por falta de centímetros, al cual se le dio un día el poder por incompetencia de los otorgantes. Y es que el mundo está lleno de inútiles que solo saben crear problemas y culpar a otros.

Lo más difícil es saber cuándo rendirse, en qué momento el pago es muy superior al cobro, cuando se llega al punto de la derrota segura, y seguir perdiendo batallas es desperdiciar la vida de tantos soldados, lo más difícil es sacar la bandera blanca, aceptar la derrota con la cabeza alta y los ojos abiertos, negociar los términos de la rendición y comenzar la reconstrucción de los caminos, el volver a plantar las flores del jardín y continuar en un nuevo hoy.

Asegurate que el zumo merece la pena exprimir la fruta

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